SEWELL: LA CIUDAD DE LAS ESCALERAS
Finalmente la "Ciudad de las Escaleras" fue declarada Patrimonio Mundial por la Unesco. El antiguo campamento de la mina El Teniente, emplazado en Los Andes, es otro tesoro chileno que merece visita obligada.
Había una vez un pueblo perdido en la Cordillera de los Andes, lejos de la civilización, de la próxima ciudad y muy desconectado del valle, al cual se podía bajar sólo en contadas ocasiones en un tren. En invierno no se podía salir ni en meses de este lugar, porque la nieve lo impedía. Las casas, pegadas a la ladera de un cerro, estaban conectadas sólo por escaleras. Acá, a nadie le servía una bicicleta. En este pueblo no había cesantes, no existían ladrones ni borrachos; los médicos y el hospital eran unos de los mejores del país y gratuitos, al igual que la educación, la electricidad y el agua. Las películas llegaban antes que a las grandes ciudades y los habitantes gozaban de los mejores espectáculos. Había teatros, cuatro cines, seis canchas de bowling, juzgado, bomberos, registro civil, gimnasios, piscinas temperadas, almacenes, peluquería, sastrerías, panadería e iglesia. No necesitaban de la civilización. La tenían ellos.
Dice la leyenda que no había envidia ni resentimiento entre ricos y pobres, y que las mujeres tenían las piernas más lindas del país debido a las escaleras. Mientras los hombres trabajaban en la mina, las señoras y madres se preocupaban de las labores domésticas y de los niños que aún no iban al colegio. Los obreros no eran los dueños ni del cobre que extraían ni de sus casas ni de terrenos ni de nada de lo que había en este pueblo. Pero eso parecía no importarles. Acá todos eran felices, tan felices que algunos ni si quiera se tomaba vacaciones. Este pueblo se llamó Sewell y existió realmente.
Las historias y los recuerdos de los antiguos habitantes del pueblo minero suenan a un cuento de hadas. Cuesta creer que alguien cataloge como "los mejores años de su vida" los transcurridos en las laderas del Cerro Negro, perdidos a 48 kilómetros al interior de Rancagua. El mundo minero se asocia a todo menos al paraíso. Más aún a principios y mediados de siglo cuando se trabajaba en la penumbra de los túneles. Ahí donde se filtraba agua, corrían los ratones y amenazaban los derrumbes. Sin embargo, no fue así de tétrico para los sewellinos. La ruda vida de mineros era compensada por su ciudad que nada tenía que envidiar a las de "abajo". El cuento de hadas era más verdadero de lo que suena. Un mundo pequeño, manejable y creado al absoluto antojo de los primeros dueños de la mina de El Teniente, la empresa americana Braden Copper Company. Los yankees querían gozar de todos los privilegios de su tierra natal y por eso a Sewell no le faltó nada.
Tan bueno son los recuerdos de Sewell que lograron desplazar algunas dificultades que vivieron los habitantes de la también llamada "Ciudad derramada en el cerro". El clima era duro y obligaba salir en la mañana de la casa, con la pala en mano. Si no, no se llegaba muy lejos. La ubicación de la ciudad no permitía la existencia de parques y lugares de recreación para los niños. Y aunque la estructura paternalista de la administración norteamericana significó grandes beneficios, la diferencia social era evidente. Mientras los extranjeros vivían cómodamente en casas individuales, los empleados habitaban en edificios colectivos con baño privado, y los obreros en edificios con baño y duchas comunes. Los clubes sociales, gimnasios, las piscinas, el cine y las escuelas eran igualmente excluyentes. En los cines, por ejemplo, los norteamericanos y los profesionales iban a platea. Los mineros se sentaban en la galería. Pero de alguna manera los gringos no abrían la brecha más de lo necesario, logrando una convivencia sin resentimientos.
Sin embargo, cuando llegó el momento de irse de Sewell nadie se resistió. El atractivo de poseer casa propia y la curiosidad por tener contacto con otros habitantes, que no eran parte del mundo minero, fueron más fuertes. Pero no fue llegar y comenzar una vida nueva. De un día para otro los sewellinos tenían que pagar cuentas, dividendos y asumir algunos gastos que nunca fueron considerados en el presupuesto familiar. Tanto así, que al principio algunos obreros llevaron sus cuentas de luz y agua a la empresa para que se las pagaran.
Hoy, esta antigua ciudad minera que conserva un valioso patrimonio arquitectónico e histórico es Monumento Nacional. Pero aspira a más: quiere ser Patrimonio de la Humanidad. Por eso, ya son dieciocho los edificios que han sido restaurados y que son visitados diariamente por turistas nacionales y extranjeros. Destaca la iglesia y el bowlling, además del Museo de la Gran Minería del Cobre y el famoso "Teniente Club", ubicado en el barrio americano y que contaba con piscina temperada, que está siendo remozado. Para el año 2006 se espera inaugurar un museo en el interior de la mina, al cual habrá que llegar en un pequeño tren. Todo, para que el visitante pueda imaginarse lo que fue ese pequeño mundo feliz y perfecto, llamado Sewell.
Fuente
http://www.emol.com/especiales/sewell/
Había una vez un pueblo perdido en la Cordillera de los Andes, lejos de la civilización, de la próxima ciudad y muy desconectado del valle, al cual se podía bajar sólo en contadas ocasiones en un tren. En invierno no se podía salir ni en meses de este lugar, porque la nieve lo impedía. Las casas, pegadas a la ladera de un cerro, estaban conectadas sólo por escaleras. Acá, a nadie le servía una bicicleta. En este pueblo no había cesantes, no existían ladrones ni borrachos; los médicos y el hospital eran unos de los mejores del país y gratuitos, al igual que la educación, la electricidad y el agua. Las películas llegaban antes que a las grandes ciudades y los habitantes gozaban de los mejores espectáculos. Había teatros, cuatro cines, seis canchas de bowling, juzgado, bomberos, registro civil, gimnasios, piscinas temperadas, almacenes, peluquería, sastrerías, panadería e iglesia. No necesitaban de la civilización. La tenían ellos.
Dice la leyenda que no había envidia ni resentimiento entre ricos y pobres, y que las mujeres tenían las piernas más lindas del país debido a las escaleras. Mientras los hombres trabajaban en la mina, las señoras y madres se preocupaban de las labores domésticas y de los niños que aún no iban al colegio. Los obreros no eran los dueños ni del cobre que extraían ni de sus casas ni de terrenos ni de nada de lo que había en este pueblo. Pero eso parecía no importarles. Acá todos eran felices, tan felices que algunos ni si quiera se tomaba vacaciones. Este pueblo se llamó Sewell y existió realmente.
Las historias y los recuerdos de los antiguos habitantes del pueblo minero suenan a un cuento de hadas. Cuesta creer que alguien cataloge como "los mejores años de su vida" los transcurridos en las laderas del Cerro Negro, perdidos a 48 kilómetros al interior de Rancagua. El mundo minero se asocia a todo menos al paraíso. Más aún a principios y mediados de siglo cuando se trabajaba en la penumbra de los túneles. Ahí donde se filtraba agua, corrían los ratones y amenazaban los derrumbes. Sin embargo, no fue así de tétrico para los sewellinos. La ruda vida de mineros era compensada por su ciudad que nada tenía que envidiar a las de "abajo". El cuento de hadas era más verdadero de lo que suena. Un mundo pequeño, manejable y creado al absoluto antojo de los primeros dueños de la mina de El Teniente, la empresa americana Braden Copper Company. Los yankees querían gozar de todos los privilegios de su tierra natal y por eso a Sewell no le faltó nada.
Tan bueno son los recuerdos de Sewell que lograron desplazar algunas dificultades que vivieron los habitantes de la también llamada "Ciudad derramada en el cerro". El clima era duro y obligaba salir en la mañana de la casa, con la pala en mano. Si no, no se llegaba muy lejos. La ubicación de la ciudad no permitía la existencia de parques y lugares de recreación para los niños. Y aunque la estructura paternalista de la administración norteamericana significó grandes beneficios, la diferencia social era evidente. Mientras los extranjeros vivían cómodamente en casas individuales, los empleados habitaban en edificios colectivos con baño privado, y los obreros en edificios con baño y duchas comunes. Los clubes sociales, gimnasios, las piscinas, el cine y las escuelas eran igualmente excluyentes. En los cines, por ejemplo, los norteamericanos y los profesionales iban a platea. Los mineros se sentaban en la galería. Pero de alguna manera los gringos no abrían la brecha más de lo necesario, logrando una convivencia sin resentimientos.
Sin embargo, cuando llegó el momento de irse de Sewell nadie se resistió. El atractivo de poseer casa propia y la curiosidad por tener contacto con otros habitantes, que no eran parte del mundo minero, fueron más fuertes. Pero no fue llegar y comenzar una vida nueva. De un día para otro los sewellinos tenían que pagar cuentas, dividendos y asumir algunos gastos que nunca fueron considerados en el presupuesto familiar. Tanto así, que al principio algunos obreros llevaron sus cuentas de luz y agua a la empresa para que se las pagaran.
Hoy, esta antigua ciudad minera que conserva un valioso patrimonio arquitectónico e histórico es Monumento Nacional. Pero aspira a más: quiere ser Patrimonio de la Humanidad. Por eso, ya son dieciocho los edificios que han sido restaurados y que son visitados diariamente por turistas nacionales y extranjeros. Destaca la iglesia y el bowlling, además del Museo de la Gran Minería del Cobre y el famoso "Teniente Club", ubicado en el barrio americano y que contaba con piscina temperada, que está siendo remozado. Para el año 2006 se espera inaugurar un museo en el interior de la mina, al cual habrá que llegar en un pequeño tren. Todo, para que el visitante pueda imaginarse lo que fue ese pequeño mundo feliz y perfecto, llamado Sewell.
Fuente
http://www.emol.com/especiales/sewell/
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